EL ESTABLO DE LA LIBERTAD

OVELA

                                                                                                                                                   A Carlos Barco Chirinos.

 

En nuestro establo, existía la costumbre de sacrificar una oveja semanalmente: cada sábado, entraba un hombre ciego al recinto y empezaba a palpar detenidamente a todas las ovejas, una por una, hasta que identificaba a la más gorda y lanuda del rebaño. Luego, el hombre conducía a la elegida hasta el centro del corral y, de súbito, le hundía una reluciente hoja de navaja en el cuello. Por último, cuando la víctima yacía inerte y fría en el suelo ensangrentado, el hombre, asiéndola de una pata, la sacaba a rastras del emplazamiento.

Yo observé sin miedo el ejercicio de este exterminio durante mis primeros años de vida, cuando no era más que un corderito insignificante, pero cuando fui tan grande como cualquier otra oveja adulta, quise acabar para siempre con aquella humillación, de modo que un viernes dije a mis camaradas:

      – ¡Compatriotas! ¡Ya basta de tanta ignominia! ¡Exijamos respeto por nuestro derecho a la vida!

Y enseguida, con unos materiales que logramos procurarnos, elaboramos una pancarta blanca con letras rojas, que rezaba: ¡No más asesinatos!, y la fijamos en el centro mismo del establo.

Al día siguiente, cuando el hombre ciego nos visitó y palpó el cartelón, celebró nuestra iniciativa con un enérgico “¡Hurra!” y una amplia sonrisa. Luego, justo debajo de la pancarta, inmoló a tres de mis paisanas.

Entonces, como veía que nada había cambiado, se me ocurrió volver a escribir nuestra consigna, pero esta vez con letras doradas y sobre un cartelito de color azul cielo. Lo adherimos a la puerta del corral.

El sábado sucesivo, como esperábamos, de nuevo el hombre ciego regresó. Apenas acarició la nueva creación, alabó nuestro buen gusto y cuidada ortografía. Seguidamente, sacrificó a nueve de mis compañeras.

Y así, pasaron muchas semanas, en el transcurso de las cuales fabricamos tantas y tan diversas pancartas, carteles, letreros, avisos y demás, que convertimos el simple establo donde vivíamos en una bonita Galería de Arte Revolucionario. Entretanto, el hombre ciego continuaba matándonos.

Finalmente, cuando llegó el sábado en que yo era la última oveja con vida y empezaba a abrigar esperanzas de salvación en mis méritos políticos, el hombre ciego volvió a entrar al corral, pero en esta ocasión atravesó con su puñal mi propia garganta.

Aún me desvanezco lentamente sobre este suelo rancio: he aquí el poder de nuestra libertad de expresión.

 

Isaac Morales Vargas.
Venezuela.

 

 


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