El pasado 15 de octubre murió de un infarto en Tel Aviv el arqueólogo hebreo Menajem Mendel Schneerson. Entre sus posesiones, figuraba un curioso monolito de piedra que traspasaba por testamento al Estado israelí[1] y que hoy se conoce como Estela de Abisaí. Data del siglo XIII a. C. y tiene 125 centímetros de altura, por 80 de ancho y 35 de espesor. Es puntiaguda por arriba (como puede comprobarse actualmente en el Museo de Israel, en Jerusalén). Contiene inscripciones mutiladas en hebreo clásico arcaico, y gracias al trabajo del prestigioso hebraísta mexicano Andrés Hasler Hangert, contamos ya con su primera traducción al español. He aquí su contenido (los puntos suspensivos indican laguna en el texto original):
“… y Josué demandaba invadir Jericó derribando solamente la portentosa muralla que la protegía, con el fin de horrorizar al enemigo antes de que nuestro ejército irrumpiera en la ciudad.
Mis compañeros se negaban a afrontar la misión, pues temían morir en medio de la explosión si algo salía mal. Pero yo me atreví –aunque solo había ejecutado combustiones menores, rutinarias–, pues tenía un método novedoso en mi corazón…”.
“… porque entonces yo era aprendiz de alquimista, de modo que, públicamente, simulaba ser un sacerdote, fingiendo ocuparme en los servicios rituales del Tabernáculo de Dios, mas cuando estaba solo, me afanaba obsesivamente en fabricar explosivos…”.
“… muchas veces quise acabar con aquella farsa y decirle la verdad a mis padres; que cuando ellos veían girar una alta columna de fuego a lo lejos, en el desierto; o cuando divisaban una llamarada azul que ardía en la montaña, no se trataba de una manifestación divina, sino que éramos los alquimistas que desplegábamos nuestra pirotecnia; que Josué, nuestro tiránico pastor, nos ordenaba hacer estas cosas para engañar y dominar al pueblo. Pero jamás confesé nada, pues aquél era un líder poderoso, y atentar contra su autoridad resultaría más peligroso para mí que experimentar con pólvora…”.
“… fue así como, después de dos años de infatigable trabajo, terminé de cavar el túnel que conducía a los cimientos mismos de la muralla. Entonces empecé a instalar las bombas…”.
“… obviamente, yo me ubicaría en la boca del conducto, invisible desde la Zona Cero, y solo tendría que halar el cordón que unía todos los explosivos para que estos estallaran. Los muros debían caer rápidamente…”.
“… solo faltaba concebir la simulación que justificaría el prodigio…”.
“… hasta que, al fin, todo estuvo listo para ejecutar la demolición. Ese día, mis compatriotas dieron una vuelta alrededor de la ciudad en una procesión encabezada por la vanguardia del ejército y once sacerdotes (siete que tocaban las trompetas, más cuatro que transportaban el Arca de la Alianza). Luego, regresaron al campamento. Repitieron este rito durante seis días –como lo había planeado Josué–, pero, al séptimo, dieron siete vueltas en lugar de dar una, tras lo cual emitieron un griterío espantoso, acompañado del toque de trompetas. ¡Esta era la señal para que yo detonase las bombas, aunque ellos mismos no lo sabían! Así que, de inmediato, halé el cordón.
Enseguida escuché la explosión subterránea. Sentí el suelo conmoverse y lo vi oscilar por un instante como si fuese agua. De pronto, en el horizonte, divisé lo que tanto había anhelado ver: una gran polvareda que se extendía en todas direcciones, en olas o cortinas sucesivas. Finalmente, supe que lo había conseguido: ¡la muralla de Jericó ya era un mito, era sueño, era nada!…”.
“… ahora, puedo jactarme de haber ejecutado una voladura perfecta: no hubo daños colaterales de ningún tipo, y todos ganamos; mi pueblo extendió su territorio y renovó su fe en Dios, lo que ha hecho de Josué el hombre más famoso y poderoso de toda la región; y yo recibí parte del oro, la plata, el bronce y el hierro del botín de guerra, con la correspondiente cuota de admiración (y envidia) de mis colegas. Sin embargo, mi mayor satisfacción es saber que seré recordado para siempre, en toda la tierra, como el Padre de la Pólvora[2]. Y, para asegurarme de que esto sea así, enterraré profundamente esta roca en la que he escrito mi testimonio, de manera que ningún hombre del futuro, ningún impostor, pueda robar mi gloria.
Yo, Abisaí de la tribu de Leví, he declarado estas cosas, y mis palabras son fieles y verdaderas.
Que así sea”.
[1] Amigos íntimos del fallecido investigador afirman que este había dado accidentalmente con la estela en mayo de 1991, durante un paseo vacacional cerca del sitio arqueológico de Jericó. Según refieren, el extremo superior de la piedra sobresalía del suelo y Menajem lo tropezó fortuitamente con el pie. Al notar que se trataba de una roca tallada, la desenterró por completo y la trasladó a su casa, recinto donde la mantuvo oculta hasta su muerte (Nota del Editor).
[2] No obstante, es bien conocido que los alquimistas hebreos manipulaban la pólvora desde el año 1380 a. C. (aprox.). Es decir, un siglo y medio antes de la toma de Jericó (1230 a. C.). Probablemente, Abisaí se declara Padre de la Pólvora en el sentido de que fue el primero en usarla exitosamente y a gran escala en una operación militar (Nota del Editor).
Isaac Morales Vargas.
Venezuela.