Me desperté radiante, sentía que hoy iba a ser mi día, emocionada como si hubiese alcanzado la vida que estaba esperando por mí desde hacía tanto. Me vestí como para matar, me maquillé como siempre había soñado y no me animaba. Bajé las escaleras a tomar definitivamente el control de mi vida. Camino al garaje me cruzo con mi suegra, que con su habitual cara de traste, me recuerda que pague la factura del agua “antes que venza” – me aclaró junto con ese “nena” que tanto odio- aunque recién la habían repartido. Con mi mejor sonrisa me acerqué a ella y le pegué un empujón que la dio contra la mesada, creo que se quebró la cadera, a juzgar por los alaridos que profería.
Abrí la puerta del garaje y saqué el auto. Después de cerrar el portón, salí con el mismo, pero no como habitualmente, giré a la izquierda y le pasé arando por el césped, ficus y rosal de la vecina que tanto cuidaba y al mirar por el espejo vi que ya no estaban, en cambió le había dejado dos hermosos surcos que cruzaban en diagonal.
Casi en la esquina le hice clavar las guampas al que manejaba un flamante auto importado, cuando alcance a escuchar al conductor que me mandó a lavar los platos y otros improperios, frené de golpe y di marcha atrás con todo lo que tenía. El impacto fue tan fuerte que el auto importado quedó como con labio leporino, le hice una seña yanqui al conductor, le grité que “ésta” iba a lavar los platos y me fui a las risotadas. El paragolpes de mi auto creo que se soltó unas cuadras después. Ya en el estacionamiento de mi trabajo comprobé, como casi todos los días, que mi lugar estaba ocupado por el auto del último empleado tomado por la empresa. Puse mi auto en reversa y se lo fui empujando de costado en varias fases, como para que los abollones estuvieran de punta a punta, pero consideré que no era suficiente, así que me saqué un zapato, con el taco le estallé el vidrio de la puerta del volante y justo en ese momento recordé que tenía ganas de orinar. Abrí la puerta, me senté en su cómoda butaca de pana y sacié sobre ella mi necesidad.
Mas calma y liviana subí los cuatro pisos por la escalera hasta la oficina, un poco de ejercicio a esa hora me hizo sentir mejor. Ya en mi box u oficina abrí la ventana lateral y lo primero que la atravesó fue la montaña de casi un metro de carpetas que tenía que revisar antes de irme y vi con agrado la lluvia de papeles que mojaba a los transeúntes que curiosos miraban hacia arriba. Por simple consideración grité: “¡Cuidado!” segundos antes de que la computadora, la impresora, la caja con sellos y la silla copiaran la trayectoria de las carpetas. Libre y entusiasmada saqué de mi cartera una generosa porción de Lemon Pie y sentada en el piso me dispuse a saborearla, cuando ya en el horizonte comencé a sentir las sirenas que me buscaban. Era hora de planear una maniobra evasiva ante la mirada atónita de mis compañeros de oficina que nada se atrevían a hacer. Cerré los ojos, inspiré profundamente y percibía como el sonido de la sirena iba acercándose más y más.
Abrí los ojos, miré a mi izquierda y con un certero golpe apagué el despertador que taladraba mis oídos. Me desperté radiante, sentía que hoy iba a ser mi día, emocionada como si hubiese alcanzado la vida que estaba esperando por mí desde hacía tanto. Me vestí como para matar, me maquillé como siempre y baje las escaleras. Camino al garaje me cruzo con mi suegra, que con su habitual cara, me recuerda que pague la factura del agua “antes que venza” – me aclaró- aunque recién la habían repartido. Con mi mejor sonrisa me acerqué a ella, le di un beso y le aseguré que al mediodía sin falta la pagaría.
Joselo Marinozzi.
Argentina.