Germán encendió la tele. El último programa que sintonizó la noche anterior, ahora daba el noticiero del mediodía. Se fijó en la seriedad y la concentración en las caras de los dos presentadores que relataban los pormenores de un padre que había ahogado a sus dos hijos, a uno con la almohada y a otro directamente con sus propias manos. El mundo, definitivamente cada vez estaba más descontrolado, pensó dando unas últimas caladas a su cigarro.
Aún era pronto. En los últimos tiempos, no solía ser puntual y apenas le importaba, así que terminó el cigarro y volvió a encender otro, poniéndose cómodo en el sofá. Siguiendo el parte, prestó atención de nuevo a los dos presentadores que narraban la historia de una adolescente que ingresaba en la UVI de un hospital de Barcelona, más muerta que viva y sin esperanzas de salir adelante. Una madre rompió a llorar ante las cámaras preguntando o preguntándose quizás a ella misma, sospechó Germán, cómo había sido posible llegar hasta ese extremo sin darse cuenta antes. Absurdo, pensó él.
En algún momento salta la chispa, ese instante en que todo cambia. Que el respeto pasa a ser indiferencia; el miedo, odio y el odio, rencor. Bien lo sabía él. Sintió asco ante las lágrimas de esa mujer y a punto estuvo de cambiar el canal, pero no lo hizo. Aguantó como un campeón el final de la noticia y otras tantas que le sucedieron sobre tráfico de tratas, drogas, narcos, insuficiencia cultural y desempleo nacional, cada una más agresiva e intolerante que la anterior.
Miró el reloj, las dos menos cuarto. En el cenicero un enjambre de colillas se empujaban unas a otras por el espacio, reducido y sucio. El noticiario terminó y dio paso al mapa de una península lleno de posibles borrascas, marejadas y vientos inconstantes en los próximos días. Bajó el sonido de la televisión, recogió los zapatos gastados por el uso y anudó los cordones lentamente, sin prisa, aunque ya llegaba tarde más de media hora a su trabajo.
Mientras hacía todo esto no pudo evitar pensar seriamente en como todo se echaba a perder tarde o temprano. No hacía falta más que mirar las noticias un par de veces por semana o leer los diarios para encontrarse ráfagas de dolor, impotencia y cobardía por los rincones. Padres que merecían títulos de asesinos, leyes estrictas que no llevaban a nada y gobiernos indiferentes por completo ante los problemas serios de la gente de a pie, como los de aquella chica. Jóvenes que dependían de la droga para vivir y que morían cada día un poco más, en la absurda idea de creer que algún día llegarían a ser viejos, y viejos que maldecían las penalidades y sacrificios de demasiados años que ahora ya no se recompensaban. Gente que se hacía llamar con todas las de la ley inocentes, víctimas de otras, buenas personas, padres y hermanos o cuñados ejemplares. Gente que parecía tender la mano en los momentos difíciles a pesar que lo único por lo que lo hacían era para ser destinatarios de unos cuantas miles de pesetas en el testamento con el muerto aún presente.
El uniforme de siempre, raído y algo sucio por el tiempo, desteñido y los zapatos que más de una vez le hicieron resbalar y tomar obligadas vacaciones que luego se debían pagar en turnos dobles y horas extras sin seguro ni compensación. La misma parquedad, indiferencia e indisponibilidad de todos los días a verse de nuevo con caras lamentables que rumoreaban tras su paso, se escondían o en su mayoría, lo ignoraban. Órdenes absurdas sobre como hacer su trabajo después de casi treinta años y al que su nuevo jefe, un chiquillo apenas salido de la teta, cuestionaba y mandaba cambiar continuamente, como si el fuera quién para decirle nada. Casi toda una plantilla incompetente, sin idea de lo que era la vida creyéndose superiores porque tenían un título y un padrino en el que ampararse, no como el, que empezó de cero y cayó mil veces para aprender cuando debía hacer su trabajo bien y cuando no.
Lo último que cogió de su casa fueron sus llaves, con la certeza de volver tras el encargo que cumpliría aquella tarde y del que nadie, y mucho menos aquel jefe ignorante y estúpido, podría haber llegado jamás a sospechar de un empleado tan humilde y reservado. Llegó, aparcó sin cuidado en una plaza de minusválidos, dejó media ventanilla abierta y las llaves enganchadas al contacto. No contestó a los pocos comentarios de bienvenida que algunos de sus compañeros le dedicaron y muchísimo menos prestó si quiera atención a los mordaces o los malintencionados. Apretó el botón del ascensor sin esperar a que nadie más subiera con él y no se detuvo cuando llegó al despacho. No hicieron falta palabras en el momento que disparó el arma ni las hicieron falta después. Sabía muy bien que hacía, a quién y porqué.
Sonaron los gritos en la oficina. El cadáver despatarrado de mala manera sobre un montón de papeles aún sin firmar, ahora teñidos de un color que se le antojó demasiado vivo entre el gris de toda la vida. Directivos refugiándose en los huecos de las escaleras o los cuartos de limpieza y el camino despegado para llegar de nuevo a su coche y ponerse en marcha de camino a casa, donde aún le esperaba la televisión encendida y quizá alguna película interesante que le devolviera algo de esperanza.
Alguien salió corriendo del edificio a tiempo para ver como se marchaba y él, desde el coche y con la radio puesta, aún pudo escuchar como la voz de una mujer desesperada le gritaba que estaba loco, ¡loco! Germán pensó que era el mundo quién estaba loco, de lo contrario él nunca habría tenido opción de haber actuado así. Y pareció reflexionar mientras conducía tranquilamente sin prisas por el bulevar lleno de coches y gente agobiada, pero no, él no iba a darle la razón a ese mundo que cada vez tenía más problemas y menos soluciones. Definitivamente, él no era el loco.
Dos años antes,…
La cocina se hallaba en silencio. Ni la televisión ni el tic tac del reloj, pues mucho tiempo atrás las pilas se habían agotado, decían ni mu. Germán entró y dejó sobre la mesa un paquete de azúcar, uno de harina y media docena de huevos, de los pequeños. Amelia, su mujer, ni siquiera alzó la mirada cuando él llegó. Le escuchó andar pesadamente por el pasillo, abrir la puerta de la cocina, dejar la bolsa en la mesa y suspirar. -Hoy tengo turno doble – informó Germán a su mujer. -Para lo que va a servir – contestó ella. -¿Qué quieres que haga? Estoy cansado – se impacientó el y dio un puñetazo rompiendo una esquinita del paquete de azúcar – Cansado de trabajar, de pagar a los bancos, de vivir en la miseria. Estoy tan cansado,… Amelia entonces se dio la vuelta y le miró fijamente: -Yo si que estoy cansada. Treinta años a tu lado, ¿me oyes? ¡Treinta años haciendo malabares con tu sueldo, alimentando y vistiendo a nuestros hijos, guardando y ahorrando hasta el último centavo para los momentos de crisis, sin darme ni un sólo capricho y consintiendo los tuyos! ¡No me digas que eres tú el que está cansado! -¿Qué vas a decirme tú a mí, que has vivido como una reina a mi costa todos estos años, eh? – soltó sin pensar Germán y aquello fue el punto que puso el final a una vida en común. Para ser sinceros, el matrimonio ya venía teniendo problemas desde el nacimiento de su segundo hijo, Carlos, que nació discapacitado, tuerto e incapaz de comunicarse por si solo.
La madre dedicó entonces todo su tiempo a la vida de su hijo descuidando a los demás, incluso cuando Elena y María llegaron por sorpresa diez años después. Apenas dedicó una mirada a las gemelas que yacían en su regazo tras parirlas y en cuanto éstas pudieron valerse por sí mismas, volvió a enfundarse el traje de madre coraje. Mientras, Germán hacía lo imposible por traer el dinero que tanta falta hacía en la casa con tantos chiquillos y tantas penurias causadas por una guerra civil que dejó el país en un estado lamentable. Apenas alcanzaba para los alimentos más básicos así que Amelia remendaba una y otra vez pantalones, vestidos y calcetines y Germán día a día, se fue volviendo gris trabajando de sol a sol en la fábrica. Gris cómo las máquinas que se atascaban a menudo y que el arreglaba a chanchullos.
Después de tantos años, tantos sacrificios, una guerra y una dictadura que poco pudo ofrecer a sus vidas, los hijos mayores volaron del nido y Carlos, víctima de su propio cuerpo terminó falleciendo a la corta edad de quince años, amargando la existencia de su madre en lo que le restaba a ésta de vida. Mucho menos entonces supieron ninguno de los dos sacar fuerzas ni voluntad para tirar adelante un carro que llevaban demasiado tiempo arrastrando. Llegaron cartas del banco. Que al parecer hace meses que la hipoteca no se paga, le recriminó Amelia a su marido y éste lo único que contestó fue, “¿y?” -¿Cómo que “y”? -No hay dinero. -¿Y los ahorros?- preguntó Amelia furiosa. -Ya no quedan – contestó Germán tranquilamente terminando de pelar una manzana del cesto. –Se acabaron. -Pues trabaja más.- Y así tal cual lo dijo, salió Amelia de la habitación dando un portazo, renegando y ofendida. Se acabó.
El matrimonio entre Amelia y Germán ya no tenía sentido. Desde hacía muchos años, Amelia sentía que el camino que seguía no servía absolutamente de nada, así que después de escuchar cómo su marido le decía << ¿Qué vas a decirme tú a mí,…?>>, se levantó de la mesa y se encerró en la habitación. Supo que Germán se había ido cuando oyó el portazo y poco después fue ella quién cerró con rabia la puerta de su casa, maleta en mano y con la firme determinación de no volver a cruzarla jamás. Al fin y al cabo, pronto dejaría de ser su casa para ser del banco y antes que la vergüenza, prefería la muerte.
Los hijos esparcidos por una y otra provincia la acogieron y nada quisieron decir al padre cuando éste les llamaba preocupado, por Dios que tu madre entre en razón, dile que se ponga al teléfono o voy yo mismo a cogerla de los pocos pelos que le quedan y la arrastro hasta aquí, que dónde se ha visto que una mujer abandone de mala manera a su marido, hasta dónde vamos a llegar,…y así rajaba y rajaba hasta escuchar el pitido intermitente en el aparato. Terminó cansándose también de llamar cada dos por tres, de los insultos y el poco respeto que sus hijos le profesaban y finalmente dejó de hacerlo. No mucho tiempo después, Germán volvió a sufrir otro desaire del destino.
No le quedaba familia ni mujer que lo esperara en casa al llegar cada día del trabajo. Ni platos ni cama caliente ni nietos que le rogaran ir al parque o algún polo de fresa del quiosco. Tampoco le restaba mucho tiempo para que la justicia interviniera y lo pusiera de patitas en la calle con lo puesto cualquier día. Lo único que aún poseía y que por el momento se mantenía estable era su trabajo. Ese en el que estaba a punto de cumplir los treinta y cinco años de antigüedad, mérito completamente suyo por saber ir bandeando el terreno en las dificultades. Lo único de lo que aún podía presumir diciéndose a si mismo que su vida en algo merecía la pena. Sin embargo, todo cambia y bien supo Germán entonces que nada ni nadie es seguro en esta vida que nos da Dios.
La empresa fue vendida a una multinacional. Germán siguió por un tiempo con sus turnos dobles, su cigarrillo en la comisura y sus malas contestaciones a los pocos que aún le dirigían la palabra en horario laboral. Llegó para quedarse. Un muchachito joven, alto y con andares presuntuosos que lo midió el primer día retándole a dar una de esas contestaciones por las que Germán era conocido. Éste, a sus cincuenta y siete años, no tuvo más remedio que agachar la cabeza y decir, si señor. Meses de turnos dobles, de pagas extras que de la noche a la mañana desaparecieron y de las que ningún supervisor sabía dar cuenta.
Encargos y arreglos que fueron a menos cuando la empresa invirtió en mejores máquinas que Germán no entendía. Vinieron las burlas y las chanzas por parte de sus compañeros y también llegaron nuevos que ocuparon despachos lujosos de los cuáles no salían ni para ordenar. Levantaban el teléfono y sin modal alguno, << Venga usted, Germán. ¿Es que no sabe arreglar las cosas? Menos de dos días hace le ordené arreglarla y ¿aún no has tenido el tiempo de hacerlo?>> << Lo siento, señor. No doy abasto con todo el trabajo>> se disculpaba entonces él. <<Con los ojos cerrados lo hacía yo. Las quejas no te van a servir de mucho>>, las mismas palabras, oídas despacho por despacho por el que iba. Germán se cansó. Se cansó tanto que decidió poner punto y final a todo.
Lo meditó durante varias semanas y al final se convenció que el suicidio no era solución posible. Desde bien chico, su padre tuvo el tino de educarle en la verdadera religión, la fe católica. Bien sabía él, que de todos lo pecados acabar con la vida de uno era pasaporte directo al infierno y desde luego no había luchado y perdido tanto en esta vida cómo para jugársela a una sola carta frente a Dios. Descartada la primera opción, hubo de tomarse algún que otro tiempo para reflexionar de la difícil situación que se le presentaba. Sin hijos ni mujer esperándole ni abriéndole las puertas de sus casas si quiera, ni ahorros para vivir lo que restaba de vida apartado de todo ese sistema al que odiaba, lo único sensato para él finalmente fue acabar de raíz con el problema. << ¿Ves, hijo? – Me dice mi padre – La hierba mala ha de arrancarse de raíz, por que si no lo haces así, sin contemplaciones ni dudas, seguirá ahí y sin darte cuenta invade todo. Germán mira a su padre, luego la azada en una mano y el manojo de hierbas muertas en la otra con una raíz gruesa asomando. Ve el sudor que baja en gotas por la frente de su padre y entiende que en esta vida no queda otra que sudar la gota gorda para salir adelante. >> Así fue cómo decidió. Nada había hecho cuando su mujer le abandonó a su suerte.
Podría haber ido a por ella, haberla sacado a la fuerza si hacía falta de la casa, pues nadie tiene más derecho sobre la mujer que su propio marido, pero no lo hizo. Fue cobarde. Nada hizo tampoco cuando las primeras notificaciones del banco llegaron exigiéndole el pago total de las deudas. Podría haber pedido un aumento pero temió perder el trabajo por el que tanto había luchado en su vida. ¿Y que otra cosa podía hacer él, que no sabía oficio más que el de chapucero? Fue una vez más cobarde. Dejó que lo abandonaran, lo insultaran, le faltaran el respeto y se burlaran de él. Hizo oídos sordos a las críticas y a los avances tecnológicos que empezaron a llenar los despachos, despojándole de varios derechos al principio y no mucho después, de toda vergüenza y la poca esperanza que aún procuraba mantener a duras penas. Esta vez no se dejó vencer. Pudo más el orgullo y la sin razón que la apatía y el sarcasmo. Y por fin, en toda su vida, fue Germán capaz de idear hasta el más mínimo detalle de un plan conjurado y abocado al éxito.
<<Si yo no puedo, ellos tampoco. >>
Aparcó el coche en su plaza, la de toda la vida. Saludó a un vecino que en ese momento salía del edificio y que se quedó estupefacto al ver la pistola que Germán portaba en la mano. Subió sin prisas hasta el tercero y desde la puerta, antes de abrir aún escuchó voces que provenían de la televisión. La casa estaba tal y cómo él la había dejado. Se sentó en el sofá sin quitarse el uniforme siquiera, encendió un cigarrillo y se quedó embelesado con la propaganda de los anuncios. Mientras miraba tranquilamente, corrían ya voces por los descansillos. Una sirena de policía o ambulancia, no sabía muy bien cuál, sonaba en la distancia. Lo que si sabía con bastante certeza es que no tardarían mucho tiempo en encontrarle y por ello se aseguró de estar cómodo. Cambió el uniforme por el pijama, ése que me regalaste tú, Amelia, los zapatos por las babuchas, ya no recordaba de dónde las había sacado y la chaqueta por la bata de cuadritos que heredó del padre. Tumbado en el sofá, subiendo el volumen de la tele a medida que las sirenas aumentaban el suyo, Germán se sintió orgulloso en mucho tiempo y pensó en voz alta. <<Y ahora, que me busquen. >>
María Luisa Mendoza Gálvez. Málaga-España