La conocí en un día de otoño, debajo de ese gran árbol que se encontraba en el patio de la universidad. Me acuerdo que ocupaba una parca muy larga y un gorro más grande que ella. Claro, era la época en que los árboles se desnudaban para que nosotros pudiéramos abrazarnos, solamente por el frío que nos domina en aquella estación. Nos besamos por primera vez bajo esa cama de hojas secas, mientras contemplábamos la telaraña de ramas que se formaban hacía el cielo. En invierno, los abrazos se volvían cada vez más eternos, puesto que si el árbol no se movía, nosotros menos lo haríamos. En primavera, todo fue distinto. Los árboles se vestían nuevamente de colores, mientras nosotros nos desvestíamos frente a ellos sustancialmente. Las ropas se volvían más ligeras, como también nuestros gestos. Ella se veía hermosa de vestido. A mi gustaba contemplarla, sobre todo cuando bailaba al son de los pétalos que se perdían en el aire. Nos despedimos semidesnudos bajo un fornido árbol de verano. Al volver de mis vacaciones, la dirección de la universidad decidió talar aquel ídolo de madera solo para construir un nuevo edificio. Ella me dijo que lo nuestro ya no sería lo mismo, por lo que decidió terminar conmigo. Ahora, sin mi árbol ni mi amor, me sentí desnudo bajo la infinita tristeza de un cielo transitorio.
Poema de José Luis Tapia Troncoso.